IX
LA RESTAURACIÓN
Recuperar o recobrar. Reparar, renovar o volver a poner algo en el estado o estimación que
antes tenía.
Cuando en 1980 comencé a abandonar la militancia en las iglesias
evangélicas chilenas, ya se comenzaba a popularizar de manera muy
efervescente y festiva la cuestión Restauración. Terminaría en manoseo y
en interpretación limitada y ajustada a los intereses privados de la secta o
la organización que lo enarbolase al concepto como bandera de lucha
supra redencionista.
Precisamente para eso se empleaba el concepto restauración en los
tiempos que necesitaron organizar el budismo, el sintoísmo, el
confucionismo, incluido el mormonismo, que reclamó ser una versión
restaurada del cristianismo y, bueno, todos los ismos religiosos que
necesitaron presentar al mundo una imagen definida de sus credos y
deidades, y un aparato religioso serio, jurídico y “civilizado”, para
convencer al mundo de solemnidad, orden y status. Gran herramienta
para perfeccionar la restauración precisada obviamente fue el sincretismo.
Con el discurso de la restauración reciclaron, incorporaron,
reinterpretaron y rehabilitaron dioses, ritos, cultos, la cuestión histórica, la
cuestión templo, la cuestión mensaje y el modus operandi de sus
autoridades religiosas para con el resto de la sociedad y los gobernantes
de turno: jamás apuntaron a la restauración del hombre y la mujer que le
da vida y causa a sus emprendimientos religiosos. Sedujeron hombres
para llevar adelante sus ambiciosos emprendimientos religiosos de
restauración, pero no restauraron al hombre ni antes, ni después de
oficializada ya la restauración de sus credos oficiales universales. Porque
el hombre no es un elemento prioritario en las religiones, tampoco en el
protestantismo, porque como ocurre en la concepción secular respecto al
hombre organizado, así hace, actúa y define la cuestión la clase jerárquica
que administra el credo: “Los hombres pasan, las instituciones quedan”. Un ejemplo lindo para mostrar esto sería contarles la historia de una
restauración moderna, practicada en los años 90’, en La Plata, Argentina.
En aquél tiempo un peso argentino equivalía a un dólar norteamericano
(pese a que los argentinos toda la vida fueron reacios todo lo que oliese
siquiera a yanqui) y restaurar el edificio de la Catedral de La Plata costó 25
millones de dólares. Con ese dinerillo beato, sacro y pío, de sobra,
sideralmente de sobra se componía la vida, la pensión, el techo y el
destino de los dos o tres mendigos que como toda catedral, exhibe allí el
templo de La Plata como cosiaca caricaturesca, como cuestión sine
quanon: si no hay mendigos, no parece tan, tan catedral. Pero la vida
humana de esos pordioseros, que terminaron definidos así por su
constante pedir diciendo: ¡Por Dios!, no vale 25 millones de dólares;
restaurarlos a ellos e invertir en tal empresa una cifra así es cosa de locos,
un derroche, “por favor, hermano, más equilibrio, seamos razonables”.
Sin embargo, un cacharro arquitectónico sí los vale. Y no solo esos 25
millones de dólares. Curiosamente, la vida del Señor Jesucristo, ese Cristo
que la iglesia católica exhibe en sus altares crucificado, doliente y
sanguinolento, aunque fue vendido por treinta monedas de plata, no vale
25 millones de dólares y sin embargo, no dudó en ponerla en pro de la
restauración genuina del hombre. Pero, ese es el modo en que las
religiones mayores que azotan con sus látigos dogmáticos a los
latinoamericanos entienden prioritariamente el tema restauración.
Dios no creó edificios eclesiásticos en el Edén para dar comienzo a una
civilización de iglesias sagradas, que con el tiempo caería de la Gracia y
precisarían un sacrificio divino para ser restauradas a su condición original
perdida: creó un ser humano, para dar comienzo a una civilización
humana, una raza humana, personas, seres vivientes. Con el paso del
tiempo ese ser creado diligente, artística y delicadamente por la mano de
Dios mismo descendió abruptamente a un segundo o tercer plano (tercer
mundo, claro) y fue tan abismante la pérdida de su condición humana
creada directamente por Dios, que la misma iglesia que se decía y aun
reclama ser el templo del Creador, se dedicó a exterminar seres humanos
en una de las carnicerías más atroces de la historia universal. La vida, por
ejemplo, de los 68 millones de creyentes asesinados que están registrados
en el mismísimo martirologio del Vaticano, no valía un peso: pero, la
Catedral histórica de La Plata, bien valía 25 millones de dólares para su
restauración. Botón de muestra, digo.
Hablar de restauración en las iglesias protestantes, parece ser que
siempre termina en maldición. Aun, a pesar de que a veces se ha
intentado apuntar al ser humano militante, pero ha sido efímero, débil y mal orientado y aun practicado en forma peor. Siempre terminó en
beneficio de cubrir un interés personal y organizacional de ministros con
pasados borrascosos y solo benefició la zona nicolaíta jerárquica de todas
las organizaciones protestantes. Porque el concepto restauración no es un
privilegio de las clases comunes que militan en el protestantismo, los de
abajo, cuando caen, son condenados y expulsados bajo la “santa” ira de
los reciclados ministros de la iglesia restaurada y restauradora, tal como
les ocurre en las iglesias de la santidad más aristocrática. El drama es
grave en un personaje de iglesia restaurada, porque si es expulsado
ignominiosamente de una iglesia recompuesta, reciclada, reordenada,
¿dónde irá a parar? Deberá esperar que se levante una iglesia restaurada
de la restauración anterior. Algo así como esperar que los corchos se
hundan y las piedras floten mansamente. Digo, no sé.
Al final, el jerarca de la iglesia protestante de la restauración ha venido a
ser la expresión contemporánea del mayordomo malvado de la parábola
de Jesús. Mayordomo y todo, tenía una historia de robos y corrupciones,
se merecía el castigo capital, porque su investidura agravaba sus hechos
hasta ese punto. Pero, lloró, lloró y lloró hasta que se le perdonó todo.
Apenas salido de su, digamos, proceso de restauración, se encontró con
un simple miembro de la iglesia que le debía infinitamente menos de lo
que él debía al amo que acaba de perdonarlo y restaurarlo al servicio de la
mayordomía. Sin embargo, iracundo y descompuesto el tipo, no solo
insultó y humilló sacudiéndo del cuello a su pequeño deudor, sino que
también lo metió en la cárcel. Cuando se enteró el gran señor de la mala
performance de este tipejo brutalmente insensible a quién él
generosamente había perdonado, le cayó encima con la mayor de las
severidades por su hipocresía, su inhumanidad, su incapacidad de
aprender de sus propios errores, su egoísmo de compartir con otro sus
perdones, de manera tal que el individuo se arrepintiese para toda la vida
de sus actitudes miserables e impías con sus semejantes. Exactamente
como les ocurrirá en un futuro muy próximo a los jerarcas legalistas de las
iglesias malvadas de la restauración.
Decía, que cuando la iglesia protestante habla de restauración,
generalmente termina en maldición. Y tal vez, de lo que he conocido en mi
recorrido latinoamericano por el seno del protestantismo, el ejemplo más
representativo del tema sea un tabernáculo de Valparaíso, Chile,
denominado rimbombantemente Tabernáculo Alfa y Omega de la
Restauración. El ejemplo restaurador de ese tabernáculo fue el modelo a
seguir o al menos, causó la admiración de los demás componentes de ese
complejo comunitario de tabernáculos branhamistas, todos quedaban maravillados con la disciplina que evidenciaban sus militantes, en especial
los jóvenes, siempre tan difíciles de manejar y mantener en orden. Esas
características les parecían de una tan alta espiritualidad que fueron
célebres durante mucho tiempo. Es un ejemplo de cómo debe apuntarse
mal a la restauración de un individuo.
Detrás de esa falsa imagen de cristianismo espiritual, santo y ordenado
había un pastor esquizofrénico, delirante y muy dominante que a fuerza
de amenazas, violencia sicológica y física, castigos incluidos, tenía
sometidos por el terror a sus más de 300 congregantes. Todo restaurado:
templo, la legalidad jurídica, el santo proceder del mensaje interno y los
creyentes: todos estos restaurados a gritos, patadas, bofetadas, castigos
en cuartos oscuros, suspensiones temporales y expulsiones vergonzosas y
humillantes, según la gravedad del caso, obviamente incluyendo
confesiones públicas de sus pecadillos delante de toda la congregación y
prácticamente pena de eterna perdición a todo aquél o aquella que
tocase, desobedeciese o hablase mal del ministro: era la cosa más grave e
imperdonable. Tenía su texto bíblico de apoyo: “¡No toquéis a mis
ungidos!” condenas que no solo incluían a sus esclavos militantes sino que
también se extendían hasta más allá de las paredes de su templo
escarnecedor, también me alcanzaron a mí esas condenas, a pesar de que
yo jamás milité bajo las órdenes de aquél mísero, desquiciado y pésimo
ícono ministerial de cristianismo: el delirante individuo en cuestión me
condenó a la gran tribulación, diciendo a mis hijos que yo no sería incluido
en el Rapto de los salvados, solo por no congregarme bajo su alero
demencial. Hasta el día de hoy yo no puedo conciliar el sueño, ja. Pero, en
este mismo hoy en día los jóvenes y las muchachas que sufrieron esos
procesos de “cristianización” bajo la mano restauradora del jefe religioso,
se reúnen en tertulias hogareñas, cuando se da la ocasión, o en bares a
compadecerse mutuamente y a maldecirlo. Y no tienen destino, al menos
a nivel eclesiástico, porque es una de las falacias más grandes y
canallescas eso de que la iglesia restaura a los hombres.
Conocí en Colombia una iglesia protestante que fue levantada en base al
discurso de la Restauración. Hartos ya de las discriminaciones, legalismos
y humillaciones de la iglesia de sus procedencias, el famosísimo bastión de
las iglesias del nombre en ese país, la Pentecostal Unida, se escindieron y
organizaron lo suyo, amparados en el concepto restauración para amparar
y restablecer a su función cristiana al ministro caído en pecado, al pastor
separado o divorciado y casado en segundas nupcias que es expulsado de
la iglesia “madre” unitaria, quién deshecha y expulsa estos pastores de su
seno por considerarlos almas perdidas y un muy mal ejemplo para el prestigio de su denominación autoritaria. Pero todo queda remitido a un
estilo nicolaíta de restauración: solo son ampliamente restaurados los
ministros, los demás corren la misma suerte que sufren todos esos pobres
diablos en las congregaciones legalistas, siguen danzando sus
avivamientos restaurados en la cuerda floja: un solo paso en falso y chao.
Fuiste.
Restauración del Nombre de Jesús se llama una organización protestante
que conocí en Venezuela, la misma cosa: ministros restaurados, pero tan
legalistas con sus congregados como cualquier ejemplo de restauración en
el protestantismo. Lo último que ensayan para restaurar es el más
malvado y tiranizante concepto teológico que ha corrompido en forma
abrumadora a una inmensa mayoría de iglesias protestantes, la Teología
de la Prosperidad. No faltaba más, no se pueden quedar atrás. Lo que no
reparan los cabecillas que al menos, entre ellos, aun hay ministros
sencillos y lúcidos que están en franca oposición a este concepto
corruptor de prosperidad. Lo que devendrá en un desmembramiento en
cualquier momento.
Nada personal con estas dos corporaciones protestantes -como con
ninguna, aunque en mi lenguaje así lo parezca-, pero el concepto es
reducidamente interpretado. Muy sectario, porque solo justifica el
nacimiento y el obrar de una nueva organización y muy parcializado,
porque solo cubre al sector ministerial de las organizaciones.
Restauración está bien definida en los epígrafes que incluyo bajo el título
del capítulo, es restituir algo a su condición original. El ministerio del
Señor Jesucristo no se caracterizó por restaurar edificios eclesiásticos,
como el Templo de Salomón, ni clases jerárquicas religiosas, como la de
los fariseos. Él vino a devolver al hombre a su condición original, a la
mujer, al ser humano, a todo aquél –persona, individuo- que creyere en Su
Nombre. Y no solo restauró a sus doce apóstoles en el Aposento Alto, sus
doce primeros ministros, Matías incluido, sino que también a los restantes
creyentes que componían los 120 que esperaban la promesa del Espíritu
Santo. Más tarde, ocurrió lo mismo con Cornelio, el centurión romano, en
su propio domicilio y aun con todos los que estaban allí reunidos. Y
cuantos ejemplos más de hermanos a través de todos los tiempos,
incluyendo esos feroces días de las persecuciones atroces que
martirizaron tantas vidas preciosas y genuinamente santas y…restauradas.
Prueba suficiente para que comprendamos que ninguna iglesia puede
restaurar al hombre. Prueba suficiente para que comprendamos que solo
el creador del hombre puede restaurar su obra creadora, ¿quién otro podría? Solo el artista conoce la condición original de su obra. Y la iglesia
no fue el artista que creó al hombre. Como así no ha sido el hombre el
creador del hombre original y genuino, ningún hombre puede restaurar a
otro, eso es lo que no comprenden los “poseedores” del patrimonio de la
restauración.
Las denominaciones están construidas, digamos, sobre el derecho legítimo
a Dios que tiene el hombre. En el pasado “cristianizador” la iglesia católica
edificó sus catedrales sobre los fundamentos de los templos originarios a
las deidades autóctonas, para recalcar a los indígenas sometidos quiénes
eran los que mandaban acá en cuanto al tema de la religión, aplastando
las deidades originarias propias del individuo con el mamotreto católico
romano, así ha hecho la iglesia protestante sobre los fundamentos de sus
derechos naturales de Deidad en el hombre, para que el hombre aprenda
que ella manda aquí. Y a eso, el hombre lo aprendió tan bien, que tiembla
ante la idea de quedarse sin iglesia, más aun si esta es la iglesia
Restaurada. Ciego en su pánico religioso, desestabilizado, cautivo y
enajenado no discierne que la restauración que le ofrece la iglesia no es
tal, sino que es una especie de transculturización, un cambio de filosofía
de vida, un viraje hacia un modo eclesiástico definido de comportamiento,
un adaptación a un credo determinado, vendido con el cuento publicitario
de que “en esta iglesia lo hacemos mejor”, “esta iglesia es de Dios”, etc.
No se trata de edificarlo, construirlo o cambiarlo mejor que la otra iglesia,
se trata de que usted sea restaurado a su condición edénica original. Todo
lo demás es cuento, lindo y religioso, entretenido y curioso como el
discurso de los charlatanes callejeros ofertan sus engañiflas comerciales
con un encanto que es difícil de no advertir y desechar. En la religión el
embrujo es superior y más intrínseco, pues todo hombre tiene
inclinaciones naturales a la religiosidad, a la devoción, a la idolatría; así es
como ha adorado animales, árboles, piedras, imágenes humanas, símbolos
geométricos, elementos naturales, cuerpos siderales, etc. Y como la
religión descaradamente y con toda pachorra se apropió de Dios y
convenció a todo el mundo que tenía a Dios entre sus cuatro paredes
eclesiásticas, el hermano hombre cree a rajatabla que yendo a la iglesia de
la restauración es un individuo restaurado. Así como cree ser un cristiano
el individuo que acude a una iglesia que cuelga en su frontis un letrero que
dice “Iglesia Cristiana”. O que cree ser de Dios porque acude a una iglesia
que tiene un letrero que dice “Iglesia de Dios” Y no va más allá el tema.
Pero acá lo que importa y vale más que todas las almas de la tierra es el
bien institucional, su prolongación en el tiempo, su status, su prestigio
organizacional entre los hombres y ante las demás instituciones del estado, el hombre solo sirve si se somete a los caprichos dogmáticos y a
los intereses de la iglesia como denominación, como institución. Lo
incongruente y grotesco es que Dios tampoco vale mucho en el tema,
porque no es Él quién restaura: restauran ellos. No se permiten hombres
que estén siendo trabajados por el Espíritu de Dios y no se permite que el
Espíritu trabaje en los hombres y mujeres elegidos: debe ser como dicen
ellos. Para eso levantaron esa iglesia, para eso deliberaron esas
características, para que se haga como hacen ellos. Y como ellos no
crearon al hombre, les sale cualquier cosa. Le llaman restauración a
cualquier cosa. La pintan con algún colorcito religioso y ya está. Lo
importante no es que el hombre y la mujer se vayan o no de la iglesia,
importa que la iglesia permanezca como un ícono de Dios en el barrio, en
la ciudad, en la sociedad. Por eso la reciclan con mayor atención, por eso
invierten más en sus refacciones, por eso la pintan cada cierto tiempo, por
eso la adecúan y la re adecúan cada vez que es necesario: el templo de
Dios debe mostrarse restaurado. ¿Los de adentro? Sálvese quién pueda.
Nadie se ha preocupado más por la restauración del hombre que el
Creador. Hizo todo lo posible y todo lo imposible por restaurarlo a su
condición original. Todos sus despliegues a través de todas las edades
fueron hechos en pro de la salvación del hombre, todo ese precioso
ejército de libertadores, jueces, profetas, heroínas vetero testamentarias,
héroes anónimos neo testamentarios, apóstoles, ministros, esas
multitudes que fueron sacrificadas en los altares blasfemos de la
Inquisición, los pre reformadores, los reformadores y todos esos
predicadores legendarios que mantuvieron el Espíritu Santo original hasta
el mismísimo siglo XX, todo eso, junto a las señales que desplegaron
fueron puestos en acción para restaurar al hombre, para ponerlo en su
condición original. No fueron destinados a construir imperios
protestantes, complejos denominacionales, ni siquiera para protagonizar
revoluciones doctrinarias ni guerras eclesiásticas de disputa y posesión de
hombres y mujeres. Nunca el aparato protestante desplegó jamás tantos
recursos espirituales y humanos en pro del hombre. Usó al hombre para
establecer sus instituciones religiosas del engaño universal, lo usa para
restaurar sus templos, lo saquea económicamente para engrandecer sus
imperios locales e internacionales. Ningún despliegue, de ninguna índole
para pelearle ese hombre y esa mujer al diablo, son discapacitados
espirituales en ese terreno. No tienen la especialidad de rescatar del
pecado al hombre. Con todo el conocimiento teológico almacenado y
rectificado con el pasar del tiempo no saben cómo apartar a un solo ser
humano del error. Lo único que consiguen a dos manos es civilizar a un pobre infeliz, convertirlo en un religioso recalcitrante, fácil presa de la
depredación económica, secuestrado y encadenado al lugar donde Dios
no atenderá jamás a hombre y mujer alguna: la iglesia denominacional.
Sea esta de tradición, nacional, internacional, ecuménica, protestante,
católica, pentecostal del Nombre, pentecostal trinitaria o de la
restauración: caso perdido. “¡Ya no andaré más con vosotros, sino que
estaré en vosotros!” ¿Qué tipo de modelo serían ese hombre y esa mujer
que tuvieren el privilegio de ver cumplida esta promesa en sus vidas? Ellos
sí podrían hablar y testificar de restauración con toda propiedad.
El barato concepto de restauración que maneja la iglesia nominal consiste
en anunciar al público que al acudir a la iglesia dejará de beber,
abandonará el vicio del tabaco, contendrá sus apetitos sexuales
desordenados, no será un drogadicto miserable, dejará de robar, etc. A
todo eso lo pueden conseguir en cualquier centro de rehabilitación. Es
todo lo que puede ofrecer la iglesia porque también no es más que un
mero centro rehabilitador. Un hombre restaurado no solo no fuma o deja
de robar, un hombre restaurado es la imagen de Dios sobre la tierra,
porque ese era el concepto original del principio: fue hecho a imagen y
semejanza de Dios. Imagen está definida como figura, representación o
apariencia de algo. Y la palabra semejante está explicada como: que
parece a alguien. Y en el caso de un hombre hecho a imagen de Dios sería
exactamente eso: la figura humana de Dios, con apariencia de Dios.
Pablo y Bernabé experimentaron ese parecido, más gráficamente
expresado en el evento de Listra, Licaonia, cuando Pablo ordena un
hombre postrado en cama que se levante y al hacerlo éste la gente que
presenciaba el portento exclamó en lengua licaónica: “¡Dioses bajo la
semejanza de hombres han descendido a nosotros!” porque es inevitable,
todo hombre y mujer investidos del Espíritu de Dios, se asemejará a Dios.
No puede parecer otra cosa, es el espíritu el que le da el perfil al ser
humano, el estilo, los modos, los comportamientos, las intenciones, la
vocación, todo lo inspira el espíritu y si esos seres llevan en sí el Espíritu
Santo de Dios, se parecerán a Dios. Porque eso era el primer hombre en el
principio: un ser humano a imagen y semejanza de Dios.
Es interesante describir algunas de las características del ser humano que
creó Dios, en un intento de ayudar para que se entienda de una vez en
qué consiste el tema restauración, la cuestión restauración y cuál es el
objetivo a restaurar. Científicos seculares lo explican así, más o menos:
“Había una célula y esa célula tenía un gen, y ese gen tenía una contraseña hacia cualquier otra forma de vida existente. El cuerpo
humano tiene 100 billones de células y un 90 por ciento de ellas no son
células humanas: son hongos, bacterias, microorganismos y lo que nos
hace humanos, no es humano. Si por un momento pudieran detenerse y
sentir lo que está pasando en su cuerpo: Hay 6 cuatrillones de cosas
sucediendo al mismo tiempo, un seis con veinticuatro ceros; y suceden
ahora, en este instante, sentado en su silla; y en la siguiente instancia, en
10 segundos ha sucedido 100 veces más cosas en su cuerpo que en todas
las estrellas, planetas y astros desde el universo conocido…Y a eso se le
llama Vida.”
A esa descripción maravillosa de la genética humana debemos agregarle la
existencia de luz cósmica en el individuo, en los años 60’, médicos
norteamericanos hicieron un experimento al respecto. Para ello llamaron
a un predicador protestante que tenía fama de sanador. Fue invitado con
el pretexto de orar por algunos enfermos, ignorando el evangelista el
propósito experimental de los médicos. Fue conducido a una sala
acondicionada para el experimento. Al momento de orar por cierto
enfermo y al imponer las manos sobre él, la máquina de observación
registró luz cósmica brotando de las manos del sanador.
Aparte de eso, cien mil millones de neuronas contiene el cerebro, y, a
través de sus casi cien millones de interconexiones en serie y en paralelo,
corren a 400 kilómetros por hora sus impulsos repartiendo las órdenes
cerebrales para poner en función el “aparato” humano.
Y suma y sigue, porque si describiésemos el aparato óptico, la función del
corazón y los otros órganos, si observásemos la estructura del ADN, si
estudiásemos en el aparato de reproducción, si examinásemos
detalladamente cada uno de los genes que constituyen el genoma
humano, en fin, con esto podemos tener una idea de la inmensidad y
vastedad del universo bio genético del ser humano.
Ahora miremos ese todo incorporando todo ese complejo mundo interior
de cada ser, su complejidad sicológica, sus valores y defectos, sus
sensaciones, sus emociones, sus sensibilidades creativas, su inteligencia,
sus pensamientos, lo que hay en su alma, lo consciente y lo inconsciente
de cada uno, es abrumador: han transcurrido seis mil años desde el
momento de su creación y no han bastado para conocer en su totalidad la
composición de la maravilla de la ingeniería humana.
Antes de llegar a nuestro punto, observemos ahora el momento de la
adecuación del hábitat de ese ser maravilloso llamado el hombre: fue
ordenado todo el universo, fueron repartidos todos los equilibrios
cósmicos respectivos, fueron ordenadas todas las órbitas y traslaciones de cada cuerpo celeste de modo tal que los científicos confiesan admirados
que el equilibrio del conjunto total del universo es una cosa escalofriante.
Todas esas fuerzas cósmicas, gravitatorias, rotacionales, de traslación
sujetas de manera perfecta, nada puede desestabilizarse, porque
cualquier minúscula falla en el equilibrio cósmico traería consecuencias
desastrosas sobre la raza humana. Pensemos que ya una vez armonizado
todo el concierto cósmico es cuando ocurre el momento de la creación del
hombre, de la inauguración de ese primer ser admirable, único y la sola
causa de todo este emprendimiento creativo cósmico.
Esa maravilla de la ingeniería genética obrada por la mano del Creador
necesitaba un espíritu para tomar vida, para cobrar vida. El Creador
entonces no creó un espíritu humano para inocular en su obra, sino que
sopló sobre él su aliento, Su espíritu de vida y vino a ser el hombre un ser
viviente. Pero, reitero, con el aliento de su Dios y Creador.
No se si se entiende ahora de que restauración nos habla la Biblia por
boca de sus ministros. Es indiscutible e irrefutable: la iglesia
denominacional jamás restaurará a ser humano alguno: no lo ha creado.
No tiene el patrón humano, no tiene el gen original, no posee los archivos
de la información genética que transcurre por todo el cuerpo de esa
creación humana, no posee la luz cósmica que recorre los laberínticos
recovecos biológicos del ser humano, no tiene el modelo del alma
humana, lo que es peor: no tiene el espíritu que da vida al ser creado por
Dios, el Padre de todos los espíritus. Miente la iglesia de la restauración.
Miente incluso en la finalidad y cometidos de un hombre y de una mujer
restaurada. Semejante obra creacional no será restaurada para ser
convertido en un exitoso profesional del sistema: No creó Dios a su
hombre para entregarlo al juego de la explotación del hombre por el
hombre. La restauración no consiste en adecuar individuos para
insertarlos exitosamente en el aparato del sistema ateo y evolucionista
que desplazó a Dios como el Creador e instaló a un mono en ese pedestal
de gloria creativa, bajo los auspicios de Dios y su “santa” iglesia
denominacional, eso aparte de ser un craso error es un insulto de
proporciones al Creador. Y, claro, también es una muestra cierta e
inequívoca que de restauración la iglesia protestante ignora todo grosera
y grotescamente.
Entre todas estas perdiciones restauradas conviven los seres humanos en
una auténtica falacia tramposa. La esnobista iglesia de la restauración es
tan cancerbera y mentirosa como las denominaciones de las cuales se ha
rebelado. Por los días que escribo este análisis en Armenia, la segunda ciudad en
importancia del eje cafetalero colombiano, presencio la feroz persecución
de la iglesia de la restauración del Nombre, en contra de uno de sus
ministros, quién determinó dejar de servir a sus intereses y entregándoles
su iglesia en Montenegro, decidió independizar su ministerio. ¡Para qué…!
Ha despertado a todos los hados malignos de la iglesia restauradora y está
siendo vilipendiado, desprestigiado y tratado como el pecador más
virulento de todos los tiempos: ha pecado contra el esclavismo de la
organización. El orgullo soberano de la iglesia de la restauración está
herido (jamás fue restaurado ese orgullo, es evidente). Abandonarla es la
transgresión más imperdonable que un ministro pueda cometer. El
vicepresidente de la organización que reside en Pereira y el súper
intendente que se domicilia en Armenia están repartiendo celosas y
múltiples instrucciones por toda la zona para que el ministro que ha osado
hacer uso de su legítimo don del libre albedrío ministerial, para expresarlo
en las direcciones que su don reclama, no sea recibido en ninguna iglesia
de la organización y en ninguna de las organizaciones amigas, ¿o
cómplices?, pues es ahora un “suelto”, un “desordenado”, un ministro en
“desobediencia” Y eso es ministrar en pecado. ¿?¿?
El hombre tiene un historial personal impecable, dedicó una gran parte de
su vida a secundarles en el cuento de la restauración: comprendió que
había perdido el tiempo. Ha caído de la gracia denominacional
restauradora. Ni él, ni su ministerio, ni su historial, ni su testimonio valen
nada ya.
El vicepresidente de la organización, que predica y pastorea la iglesia de
restauración en Pereira tiene un historial que no se puede comparar al del
ministro perseguido: vivió diez años en adulterio, en esos diez años siguió
pastoreando, bautizó ¿conversos salvados?, practicó ceremonias
matrimoniales, usó diezmos y ofrendas. Desconociendo el valor de su
perdón y olvidando de dónde había caído, se lanzó en picada feroz contra
el ministro disidente.
¿Qué dirá Dios de esto? Exactamente lo mismo que nos quiso decir
cuando nos refirió la parábola del mayordomo malvado.
Frente a hechos de características criminales como estos, no hay que ser
muy erudito, ni hay que tener una unción muy tremenda para
comprender que la iglesia restaurada no ha sido jamás restaurada y que
sus dirigentes no han conocido jamás lo que significa restauración, eso con
que se llenan sus bocas dogmáticas, usando el concepto como banderita
de “distinción”, para “diferenciarse” de… los otros. Lo único que han conseguido es diferenciarse de Dios. Y, a estas alturas, ya es una diferencia
con características insalvables.
En vano ensaya modelos de iglesia el dios religioso protestante de este
mundo. El Dios del cristianismo es más alto que deidad alguna. Todo
comenzó en Él, todo concluirá en Él. Nadie le restaura los Suyos,
comprados a precio de su propia sangre, avanzan en pos de su reino
restaurados en su sacrifico, muerte y resurrección, sellados por el Espíritu
Santo hasta el día de su Redención.
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